Tras la caída de Montsegur en 1244, el declive de los cátaros comenzó inexorablemente, lenta, pero sin recuperación posible para la herejía albigense y sus seguidores. La Inquisición ya reforzada por las actuaciones bélicas de la cruzada, se afianzó más aun, si cabe, con la subsiguiente corrupción de una gran parte de sus creyentes, que paradójicamente se volvió en su contra, al instalarse en sus filas la traición y la delación por causa del empuje inquisitorial. La Inquisición se vio fortalecida por este nuevo giro ocasionado por el debilitamiento de los Cátaros, traduciéndose ello en la gran cantidad de informaciones surgidas en el seno del mismo catarismo, necesarias estas hacia los fines de la Inquisición, dando así el tiro de gracia al heretismo del Languedoc.
Una claro ejemplo de traición fue la perpetrada por el cátaro Pedro García de Tolosa en el año 1247, el cual compartía puntos de vista sobre los dogmas de fe con el fraile franciscano Guillaume, pariente suyo, al que hacía confidente con cierta frecuencia de sus ideas antiortodoxas en cuestiones de la iglesia católica.
Por ejemplo, su aversión hacia cómo Dios disponía de sus siervos, con la principal idea de Pedro García, quien disentía sobre las cruzadas tanto contra los cátaros o sarracenos y de las que decía que eran contrarias a la justicia humana. All mismo tiempo denostaba a los predicadores de tales llamamientos, considerándolos criminales, ya que según entendía, “La justicia no puede a nadie condenar a la pena capital”, ya que Dios no deseaba ninguna sentencia a muerte. Como es fácil comprender, tales asertos en aquella época, era poco más o menos que un grave anatema para los principios de la religión católica, así como el avance a una ética moral, propia de siglos posteriores que se irían instalando a partir del siglo XIX.
Tales declaraciones eran de suma peligrosidad, en un mundo donde la vida y la muerte se entrecruzaban de forma natural. Sea como fuere, el pariente de García, Guillaume, obviando el parentesco que les unía, organizó una eficaz escucha, lo que hoy día sería un micrófono camuflado entre la ropa. Por consiguiente ubicó a varios frailes entre los distintos rincones del convento franciscano, próximos a ellos dos, dedicándose éstos a tomar notas en un papel de cuantas escandalosas confidencias surgían del parlanchín cátaro. La historia parece que, hasta ahora, no ha dado a conocer el resultado de estas acciones, pero es fácil imaginar cómo acabó el contubernio entre estos dos personajes.
La guerra sorda contra los cátaros se convirtió en una continua serie de traiciones en el seno de la herejía, y una comisión incesantemente peligrosa en cuanto a delaciones, no pudiendo ningún cátaro fiarse de su compañero, que aun siendo su vecino o pariente, podían estar en disposición de delatar a otros miembros de su iglesia. El objeto de ello consistía en obtener el perdón por parte de los inquisidores, de todo aquel delator que aspiraba ser perdonado, o al menos conseguir la reducción de pena e incluso evitar ser señalado con el sambenito de su herejía. Cabe destacar la delación de Sicard de Lunel destacado perfecto que fue de la diócesis cátara de Albí, el cual entregó una detallada lista de simpatizantes cátaros a los frailes, en la que incluía a sus propios padres. Sin embargo, ante tamañas traiciones, tuvo una apacible existencia, alcanzando su ancianidad y una tranquila muerte en su lecho a mediados del siglo XIII.
El Conde de Tolosa Raimundo VII (1197-1249), que en un principio fue tolerante con los Cátaros probablemente, y tras la caída de la herejía a causa del auge preponderante de la Inquisición, quiso por este motivo congraciarse con ésta. Tanto es así que fue consentidor en el envío a la hoguera de 80 cátaros en Agen, ante la asombrada sorpresa de sus conocidos, que otrora fueron seguidores de sus ideas heréticas.
El Conde Raimundo murió de fiebres en el mes de septiembre del mismo año, en la ciudad de Millau, dejando su estirpe de Saint-Gilles sin continuidad, al no tener descendencia. Por tal motivo la corona de Francia se anexionó definitivamente el Languedoc , acabando de esta forma con la autonomía de que hasta ese momento disfrutaba la región sur.
Con el fin de redondear la acción punitiva inquisitorial surgieron para esta institución una serie de normas muy estrictas y bien definidas con el propósito de guiar a los inquisidores. Adecuadas éstas al grado de culpabilidad del reo de herejía y la pena correspondiente a la gravedad del delito. Lo que se ha llamado en nominar “Manual de los Inquisidores de Carcassona” descrito por Bernard de Caux, en substitución de otro anterior, elaborado por Bernar de Gui de Tolosa. Dirigidos todos estos manuales sobre todo hacia los inquisidores noveles recién llegados, que no estuvieran muy avezados en estos menesteres.
Se incluían como normas esenciales, que si bien admitían las torturas, éstas y por medio de la bula papal de Inocencio IV (1243-1254) “Ad extipanda” debían ser administradas por el brazo secular, con tal de no producir grandes cantidades de sangre, ni amputaciones, y que en caso de dictar sentencia de muerte ésta debía ser ejecutada por vía civil (secular), señalando además que el fin de las sentencias no era el castigo del reo, ya que su destino sería la salvación de su alma.
Posteriormente surgió en el año 1376 el “El Directorium inquisitorum” (El Manual de la Inquisición) del teólogo dominico nacido en Girona (Catalunya) , Nicolau Eimeric, muy seguido por los inquisidores del siglo XIV y siguientes. En cuanto a los herejes cátaros, tras la huida del Languedoc se extendieron por Italia, aunque en mucha menor cuantía.
(Texto extraído, corregido y adaptado de loscataros.com. Autor: Jesús Pinuaga de Madariaga)
Fuentes: Wikipedia, Afm Elierf
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